Es evidente que ciertas decisiones que toma el quesero, tienen una gran transcendencia tanto en la salubridad de sus producciones como en cierta deriva organoléptica. Los quesos de leche pasteurizada o la simple refrigeración de la leche son claros ejemplos de modificación microbiológica e incluso fisco-química de la materia prima. Sus repercusiones “perjudiciales” se pueden atenuar en cierta medida, pero no completamente.
En nuestro panorama quesero la mayoría de los neoartesanos han decido emprender este camino consiguiendo unas producciones más acordes con las exigencias sanitarias y también con los nuevos hábitos de consumo. Antaño se comía una pequeña porción de queso con un gran trozo de pan, hoy es al revés y los quesos con carácter bien definido, tienen cada vez menos espacio en nuestras mesas.
En otros casos, vienen dadas por los cambios sufridos en la cabaña ganadera con la práctica desaparición de razas autóctonas en su aprovechamiento lácteo y la invasión de razas foraneas.
Pero también existen derivas producidas por otro hechos ajenos a la propia actividad quesera. Un ejemplo, entre tantos, lo provocó la mejora de las comunicaciones en zonas de montaña. Antiguamente la dificultad de trasladar los quesos, sobre todo en invierno, tenía como consecuencias una maduración mucho más intensa de la que se observa hoy en día, en el caso del queso del Cebreiro, durante los periodos de aislamiento, se secaba y recubría con una capa de moho externo; mientras que hoy la práctica totalidad se consume en fresco tal como se puede observar en una gráfica recuperada de hace ya unos años.
Ya por último también es de destacar la evolución provocada por los cambios en los sistemas de comercialización, y la necesidad de hacer viajar a los quesos. En este caso las victimas fueron las pastas blandas, en la búsqueda de quesos cada vez más resistentes a las malas manipulaciones en los lineales. Pero de esto, hablaremos algún día.
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