Como en muchos otros aspectos de la vida, la innovación en el
sector lácteo se movía -con frecuencia- por imitación de los lanzamientos de
los líderes; muchas empresas decidían que era más fácil seguir el surco marcado
por estos que explorar nuevos caminos.
Y si esto ocurría entre las marcas de fabricante, que decir de
las marcas blancas que basaban su crecimiento ofreciendo productos similares a
las referencias más vendidas, pero con unos precios sensiblemente inferiores,
gracias su poder negociador, a la optimización de su logística y al dominio del lineal.
La potencia inversora y de distribución de los especialistas
en “marcas privadas” los convierten en poderosos competidores, en un mercado en
el que el precio manda y en que los presupuestos publicitarios, de las grandes
empresas que ocupaban la TV, quedan asfixiado por la imposibilidad de repercutirlos
en su precio de venta.
Así, las empresas tradicionales tienen un mayor respeto al
esfuerzo necesario para el lanzamiento de novedades, incluso cuando sean
productos de imitación. La única excepción la podemos encontrar en la
reformulación de aquellos productos en los que se puede bajar el precio de
cesión de forma considerable, ya sea con la marca propia o pensando en que
alguna cadena pueda estar interesada en catalogarla.
Esta situación nos puede conducir a futuras paradojas, en
las que las marcas blancas se conviertan en los líderes a imitar. Tanto en las presentaciones
como en los contenidos.
Si este proceso llega a consolidarse, veremos un nuevo
crecimiento en las cuotas de mercado de estas gamas, pudiendo hacer que los
fabricantes pierdan toda la autonomía que les queda, desplazando definitivamente
el valor añadido al final de la cadena.
En esta lógica, el único paso que queda por dar es que la
distribución se apodere de las formulaciones y procesos de los productos de su
enseña, convirtiendo a las industrias en meras maquiladoras.
Y en los centros que nos dedicamos a la innovación,
cambiaremos de clientes. No quedará otra.
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